3 sept 2014

El beso de la diabla

Con la primera cucharada empecé a sentir que el salón comedor daba vueltas y los ojos se me querían cerrar solos. Los mocos me chorreaban como a infante agripado y la sensación invadió hasta las raíces de mis muelas... Con la lengua entumida solamente pude exclamar: ¡juemadre!

En lugar de una gota espesa, como es habitual, del frasquito salió un chorro que empapó el sancochito que con mucho amor había preparado mi esposa. Yo traté de sacar parte del veneno con la cuchara, pero por lo menos la mitad de ese chorro rojo ya se había hundido entre papas, plátanos y carne.

Con gastronómica valentía decidí continuar con la sopa mientras en cada cucharada sentía el beso de la diabla; ese placer extraño que produce la boca picante y la cara sudorosa, al ritmo de soplidos de fuego y la lucha inútil de las glándulas salivales.

Es una borrachera instantánea muy particular, los pedacitos de aguacate servían de paliativo ante la sobremesa ausente y el consuelo del rostro sonriente de mi esposa, que sin entender mucho mi goce, se tomaba su sopita "limpia".

En momentos creí desfallecer, pero miraba el plato menguar y con una voracidad inusitada engullí el sancochito como sí fuera mi última comida, veía a mi hijo moverse a un ritmo lento mientras el espacio y tiempo se distorsionaban y recordé a Homero Simpson cuando ganó el concurso de comedores de chile. No hubo chacales en el desierto, pero sí colores nuevos flotando en el aire y pensé en esos amigos que inútilmente se quisieron trabar con telarañas, "frasquito de esqueleto es lo que ellos necesitan" y así, de cucharada en cucharada, logré vencer el ardor de un accidente gastronómico y pude disfrutar de mi sopita infernal.

Y como dijo el fanático de Wagner que murió por una enfermedad venérea: "lo que no me mata, me fortalece"

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