7 ago 2014

Cuando quisimos ver a Venom

Una vez mi mamá nos dijo "no se devuelvan a pie del concierto" y con eso nos maldijo. Como si desde esa noche todos los conciertos de metal a los que fuéramos mi hermano gemelo y yo neceseariamente tuvieran que incluir algún tropiezo en la faena. Si se hacen al aire libre, siempre llueve; si son muy tarde, no hay transporte de regreso; si son en Bogotá, son en Bogotá.

5 de diciembre. Estábamos en una salida familiar, comprando ropa de marca a precios rebajados, en el barrio Guayabal. Al salir con las bolsas del botín nos sentamos a comer buñuelos y tomar Tutti Frutti de tamarindo y malta. La mesa, ocupada por la conversación sobre esos conciertos que he visto en Canadá y que difícilmente se verían en Colombia y los llantos de mi hijo -que era un bebé-. Como sacado del sombrero de un mago: "¡Jueputa home! ¡mañana toca Venom!"… en Bogotá, pfff :(.


La conversación alegre se tornó triste, empezamos a enumerar los inconvenientes de ese concierto en la Capital de la República, empezando por lo improvisado del viaje. A esas alturas ya no conseguiríamos el conocido tour+sánduche+jugo+boleta+camiseta, que normalmente algunos metaleros con visión comercial, organizan para hacerse a un dinero y a un "combo" de greñudos que se acompañe desde Medellín.

Por fortuna en esa mesa estaba mi esposa, que siempre me ha apoyado (sin acompañarme) en mis periplos metaleros, aún cuando me ha faltado fe. Ella nos animó para ir, nos dijo que era al día siguiente (cuando cumplía años mi mamá), que constantemente salen buses para Bogotá, que averiguáramos dónde y a qué horas era el concierto y cuánto vale la boleta, que no tiráraramos la toalla sin antes estar bien informados; y me hizo la pregunta clave: "¿a esos ya los viste alguna vez?"

"Nunca… jamás de los jamases, never in my fu**ing life y quién sabe si haya otra oportunidad"

"¡Entonces vayan!"

Y entonces fuimos.

Decidimos que esa noche tomaríamos el bus en lugar de tomarlo el mismo día del concierto. Uno nunca sabe: un derrumbe, una varada, un retén guerrillero, un retén militar. Nos hicimos al mercadito del guerrero metalero de corta superviviencia que garantiza una pequeña reserva de carbohidratos, grasas y proteínas: chocolatinas jet, maní salado y salchichas enlatadas. Empacamos además desodorante, calzoncillos limpios y una camiseta de repuesto.

Como a las 9 de la noche nos subimos al bus y nos sentamos en las primeras sillas porque queríamos estar alerta en la ruta atentos a cualquiera de esos tropiezos de carretera que ya mencioné. Estábamos tan alerta, que nos dimos cuenta de que el chofer no lo estaba. A pesar de la velocidad entre 80 y 90 Km/h, la oscuridad de las carreteras serpenteantes y la lluvia de montaña; este tipo de vez en cuando se dormía y dejaba colgar la cabeza por tres o cuatro segundos. Juan Diego y yo apenas nos mirábamos aguantando el aire y apretando el culo, sin decir nada y esperando llegar vivos a Bogotá.

En el camino consumimos nuestros alimentos y llegamos al destino como a las cuatro de la madrugada, un tiempo record. En la terminal de buses esperábamos desayunar y encontrar al menos una banquita en la cual recostarnos y dormir un poco. Todo cerrado, a excepción de las enormnes puertas de la terminal que dejaban colar un frío terrible hasta los huesos. Caminamos el recinto de punta a punta buscando qué comer, pero en las vitrinas que exhibían unos roscones tan grandes como llantas de carro, se paseaban las moscas esperando que los dueños abrieran los negocios.

Ni mear se podía, los baños estaban cerrados con cadenas cuya llave portaba el administrador que llegaba a eso de las nueve de la mañana. A las seis empezaron a abrir negocios, y como medida de protección, decidimos no comer en donde tuvieran colgado uno de esos roscones enormes que seguramente llevaban años esperando a que un turista los compre. Donde desayunamos nos comimos los buñuelos más horribles, crudos por dentro, grasosos y fríos, porque pedimos que los calentaran y al peor estilo capitalino, nos respondieron que eso no hacía parte del servicio. El Milo ni siquiera nos lo tomamos, le flotaban ojitos aceitosos y no había azúcar.

Al vernos deambular como zombis por la terminal, un vigilante se nos aproximó indagando nuestra situación. Él, de Buenaventura, fue la única persona que humanamente nos respondió preguntas y nos indicó el camino para huir de semejante recinto de antipatía y dirigirnos a un centro comercial, en el que encontraríamos la banquita para descansar, dónde soltar el chorrito y comida "seria"; pero lo abrían a las 10 de la mañana. No nos importó y anduvimos las calles un rato.

En el centro comercial pasamos el día dado vueltas, almorzamos a un precio que hubiera pagado el tiquete del bus y descansamos, pero no dormimos nada, "desde ayer". Recorrimos el lugar y a medida que pasaba el tiempo la fatiga se notaba sobre todo en el deterioro mental. Estábamos podridos de cansancio.

Un vigilante nos seguía, y con razón, eran casi las tres de la tarde y estábamos allí desde las diez de la mañana sin hacer nada. Para evitar problemas decidimos partir hacia el sitio del concierto, pero antes nos metimos a un mercado a comprar unas cuantas latas de Red Bull que nos ayudaran a aguantar la jornada. Éramos unos guiñapos y ni siquiera habíamos ido todavía al concierto.

Llegamnos al sitio, el nosequé Majestic, en un vecindario más bien feíto, y empezamos a hacer fila a las cuatro de la tarde. Por mucho que buscamos amigos de Medellín no hubo nadie, salvo el vendedor de camisetas a quien mi hermano le compró dos para vestirnos según gobernaba la ocasión. En la fila, como siempre, se sentía el aroma del cáñamo quemado, ofrecían chucherías y hubo muchos borrachos. Amenazó la lluvia varias veces y varias veces nos hicieron cambiar la fila de lugar.

Solamente hubo cuatro horas de retraso para entrar

En el concierto nos encontramos con Mauricio, que estaba allá desde antes porque trabajó como stage manager de Tenebrarum y decidió quedarse a ver a Venom. En el sitio hubo mucho gamín haciendo daños y arriesgando su vida, porque se tiraban del segundo piso al primero y nosotros apenas oíamos los estruendos y crujidos de ellos al golpearse. Con Mauricio nos devolvimos a Medellín, luego de correr con él por esas calles basurientas y malolientes, luego de casi que no cogemos un taxi y luego de que por milagro alcanzamos a subirnos al último bus hacia Medellín, en esa misma terminal antipática de gastronomía repelente. Con él compartimos los últimos Red Bull que nos quedaban.

A la mañana siguiente llegamos a nuestra ciudad y llamamos a mi esposa para que nos recogiera en carro y así poder ir a bañarnos y dormir lo que no pudimos. Ella es maravillosa.

Y sobre el concierto como tal, esa es otra historia… Mi hermano hizo un video.

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