20 ene 2014

El día que mi mamá nos maldijo (le puede pasar a cualquiera)

Ya casi tengo 40 años y por fortuna, en algunos aspectos no parezco tan viejo; en otros, los achaques del desgaste hacen mella en el mello. Fui muy deportista en el colegio, por divertirme, nunca hice parte de los equipos competitivos, pero jugaba baloncesto todos los días por lo menos tres horas después de estudiar. Ahora, solamente juego sóftbol en verano, y eso es nuevo. Parte de mi sedentarismo es gracias al uso de los lentes de contacto, que hicieron cualquier deporte de contacto (rebundancia obligatoria) prohibitivo, pero desde entonces soy un muy buen caminante.

En la universidad fui obligado a hacer deporte porque era una materia a cursar, pero mi actividad física se reducía al rock and roll. Sí señor, los conciertos de rock y metal eran la fuente de largas jornadas de aguante de todo tipo de pruebas. En esa época vivíamos en el barrio Los Colores de Medellín y cuando se anunciaba un concierto, normalmente los fondos eran escasos y las prioridades económicas se centraban en el precio de la entrada y algo de comida para llenar las tripas.

Pogueba (slam dancing, mosh pit), y voleaba la cabeza para sacudir las greñas al ritmo de la batería y me dejaba llevar por la distorsión. Se aguantaban estrujones, pisotones y de vez en cuando, uno que otro puñetazo "involuntario". Parte de la diversión que solamente una enorme minoría en el mundo logra entender, una élite underground que habla el mismo idioma: metal. Una de las pruebas de aguante en la que a pesar de poseer un cuerpito enclenque lograba  (y aún) resisitir las embestidas de metaleros más gruesos y malolientes bañados en una espesa y viscosa capa de sudor. Uno desarrolla el equilibrio y aprende a anular el olfato, aunque hay veces que ni el monje budista más estóico podría aguantarse el olor de un pelo largo sin lavar por varios días, es como un olor a queso agrio revuelto con grasa de salchicha; o uno de esos peos hediondos que desbaratan cualquier fila.

Otra prueba de aguante es el hambre y la sed. Las filas había que hacerlas desde muy temprano a veces con el fiambre que mi mamá nos empacaba y que duraba muy poco en la bolsa, había que consumirlo antes de entrar al recinto que fuera. A veces en la fila nos encontrábamos con esos colegas que hoy todavía son inseperables en las jornadas metaleras y que aquí en Canadá ¡los extraño como un putas! Ellos normalmente llevaban consigo chamberlain o cocol, unas mezclas artesanales de alcohol con otras bebidas "nobles" que nos tomábamos de gotereros a pico de botella mientras aguardábamos bajo el sol ardiente o una lluvia incesante, porque para los metaleros, nunca hay buen clima.

Las filas eternas y casi siempre de pies, eran otra prueba de resitencia muy común que hoy vivo todavía cuando voy a los conciertos, aunque aquí las cosas son puntuales y no es tan demorada la espera para los espectáculos. Pero más jóvenes, a algunos conciertos ya llegábamos cansados porque casi siempre nos íbamos a pie, pues llegábamos más rápido caminando que en bus, además, esa plata de los pasajes serviría para una gaseosa, una cervecita o un paquete de papas fritas. También nos devolvíamos a pie.

La prueba mayor fue, para la caminada, hace como 20 años. En una de tantas, se anunció el concierto de Emma Hoo y Juanita Dientes Verdes en Entropía Bar, en la calle 10 del barrio El Poblado. Esa ocasión mi papá nos dio la plata para irnos y venirnos en taxi, era muy lejos a pie; agregó la condición de que no nos demoráramos para al llegar, teníamos que armar la nueva mesa calcadora de mi hermano (una de estas). Nos fuimos en bus con la intención de guardar platica para la alimentación y el taxi de vuelta. Al despedirnos mi mamá nos dijo:
"no se les ocurra venirse a pie"
Y esa fue la vez que ella nos maldijo…

Al terminar el concierto, un poco más tarde de la media noche, comenzamos a caminar lejos del bar para lograr conseguir un taxi, pues en la salida del sitio había muchas muchachas que conseguían transporte antes que nosotros, en ese caso, un par de manes peludos, flacos y feos, no eran competencia. Por eso decidimos andar unas cinco o seis cuadras hasta el centro de despacho de la Flota Bernal, en el Parque del Poblado, pero si en ese trayecto nos paraba un taxi, mejor.

Pues nada, seguramente por la pinta de engendros del demonio nadie nos recogía, así que mientras empezaba una llovizna tímida, alcanzamos a llegar al acopio, donde para nuestra sorpresa, ¡no había nadie! "¿Qué hacemos hermano… esperamos que aparezca un taxi o vamos caminando hasta que nos pare alguien?" "Pues aquí nos vamos a mojar igual que caminando, y seguro toda la gente de los bares va a llegar a hacer fila" "entonces vamos… hasta que cojamos un taxi más abajo". La idea era llegar a otro acopio de taxis que estaba en el Éxito, un almacén de cadena que nos quedaba "de paso", pero teníamos serias dudas de que a esa hora hubiera algun transporte allá. Sin embargo, en ese sector había otros bares y discotectas y era muy probable que lográramos irnos cómodos y sentados hasta la casa.

Luego de 15 minutos de caminar bajo la lluvia, mojados hasta el orificio rectal, llegamos a la glorieta en la que aspirábamos encontrar un taxista paciente y solidario que nos hiciera la carrera hasta Los Colores. Nada. La lluvia arreciaba. Teníamos más agua dentro de las botas que por fuera, pero debíamos continuar nuestra ruta a la casa. Aunque esperamos unos minutos estirando el dedo para detener los taxis que por ahí pasaban, ninguno, aún estando libre, nos paró.

¡Qué nos iban a parar! Más mojados que Acuamán y con la pinta metalera, nadie nos iba a montar en la tibieza de una tapicería seca para arriesgarse a que ese par de malandrines le robara el producto de su trabajo nocturno y les mojara los asientos. "-m-parido", era la palabra que pronunciábamos al unísono y sin gritar, cada vez que un carro amarillo pasaba de largo haciéndose el que no nos vio.

No recuerdo cuánto tiempo ni cuántos taxis corrieron para que decidiéramos continuar la caminata hacia nuestro hogar. Derecho por la autopista era el camino más corto y así nos fuimos haciendo turnos en los que el designado caminaba para atrás mirando si venían taxis y dándole el pecho a las gotas de lluvia, que golpeaban con furia y un frío punzante. Cuando el que iba en reversa se cansaba el otro relevaba… alcanzamos a llegar a la calle Colombia (Calle 50) para empreder otro tramo de nuestra ruta.

Andando en subida, algunos taxis desaceleraban para mirarnos y al devolverles la vista, continuaban su recorrido… éramos objeto de curiosidad, no de ingresos para los conductores. A esas alturas ya nos importaba muy poco los taxis, estábamos más cerca de la casa y si habíamos soportado esa caminada desde El Poblado, la llegada a la casa iba a ser una pecuequita nada más, como la que nos dio por la humedad en las medias.

Odiábamos al mundo, nos sentíamos miserables, rechazados, a punto de caer al piso fatigados; pero no nos íbamos a dejar ganar de las circunstancias y repetíamos como un mantra: "no se les ocurra venirse a pie". Casi a las cuatro de la mañana llegamos a nuestro destino. Nos hicimos un par de reconfortantes chocolistos y nos dispusimos a secarnos y ponernos la piyama para por fin, acostarnos a descansar después de 9.5 km, 100 o 120 cuadras mal contadas, que en carro hubieran sido 15 minutos y a pie fueron más de tres horas.

¡No!

La mesa de dibujo…

La resistencia del metalero. Esa caminada fue una de las más largas y aguantadoras que mi hermano y yo nos hemos dado, la atribuímos a esa frase inocente de mi mamá. Siempre que su mamá le diga algo, haga caso, si le da una chaqueta en el sol, llévela; si le dice que se lleve una piña en el morral, llévela; si le dice que no se venga a pie... espere un taxi. Es casi comparable a otra caminada que me pegué solo luego de una fiesta en la que yo fui el único sobrio desde el sábado hasta las ocho de la mañana de un domingo; aunque el record se batió la vez que aguantamos más cuando nos fuimos a Bogotá a un concierto de Venom, pero esa es otra historia.

REMATE: No... no nos devolvimos a pie desde Bogotá…

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