Aún en el Siglo XXI existen sociedades en las que el concepto de libertad difiere notablemente de otras: lo que para unos es un hábito cultural, para otros es una clara violación de las libertades individuales y colectivas. En lo que se denomina el Mundo Occidental, una de esas libertades es la de expresión.
A raíz de los sucesos violentos en Europa se ha hablado mucho sobre ese derecho a expresar, criticar, burlarse y denigrar de lo que a uno no le gusta, de lo que a un medio de comunicación no le parece o de lo que a una sociedad le incomoda. Sobre Charlie Hebdo hasta el Papa se ha pronunciado y han resultado paladines de la libertad de prensa por todos lados, asimismo, han florecido detractores de ese derecho en las democracias liberales.
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"Dios odia la música metal" "Metal es pecado" "Que se joda este tipo" |
Más allá de los juicios de valor a las caricaturas que publicaba ese semanario y de las teorías de conspiración sobre la muerte de los caricaturistas, los secuestros subsiguientes en París y las redadas mortales en Bélgica, aparte de los prejuicios contra la comunidad musulmana, un tema un poco descuidado ha sido la responsabilidad que implica la libertad de expresión.
El grueso de países democráticos y republicanos protege la libertad de pensamiento, de culto y de expresión a la vez que protege a los ciudadanos y colectividades del abuso de esos derechos, típicamente hablamos de los delitos de injuria y calumnia, que recaen normalmente sobre los medios de comunicación o sobre individuos que opinan en ellos. Cuando hablamos de arte u otras expresiones culturales (religión o tradición, por ejemplo), la libertad de expresión entra en zonas grises en las que es difícil determinar hasta dónde se agrede a un individuo o colectividad con sentencias calumniosas o injuriosas.
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"América vuelve a Dios. Génesis 2, 21-23" "El matrimonio gay está contra la palabra de Dios" |
Quien diga u opine cualquier cosa debe ser sujeto de responsabilidad, debe administrar su libre albedrío conociendo que sus acciones y sus palabras necesariamente van a tener consecuencias, pues emitir una opinión busca precisamente generar una reacción en el público. Extender la libertad de expresión sin responsabilidad implica que el opinador es susceptible de llevarse chascos o perder la vida gracias a sus declaraciones descuidadas... libres, pero descuidadas. En radio y televisión ha sucedido que se abre el micrófono a gente corriente para que opinen sobre cualquier tema y al aire han salido gruesos hijueputazos que para unos pueden ser certeros, para otros graciosos y para otros insultantes.
Los caricaturistas de Charlie Hebdo quizá no se lo buscaron, pero con seguridad que se sintieron invulnerables a la intolerancia respecto a sus dibujos, quizá no midieron el alcance de sus chistes de mal gusto, quizá por sentirse artistas y periodistas se eximieron de la responsabilidad que exige la comunicación. Dicen por aquí en Montreal que esa actitud hace parte de una arrogancia natural de los franceses, pero eso es un arquetipo muy discutible.
Así como la educación de un hijo, todo lo que uno haga o diga tiene consecuencias y esos actos deben estar apoyados en la responsabilidad sobre los resultados que traigan. Aún si no es delito vestirse de blanco ni quemar maderos en la calle, sabemos que esto traería consecuencias muy negativas en Estados Unidos:
Imaginen que un grupo de gente se viste con túnicas blancas, en las que cosen cruces y llevan en la cabeza unos capirotes que apenas dejan verles los ojos, llevan una cruz de madera ardiendo y caminan sin decir nada por la calle. Aunque nada de eso es delito (hasta donde yo sé), sabemos que es una acción absolutamente inaceptable, máxime cuando podría ocurrir en un país en el que el racismo sobrevive como uno de sus antivalores más notables, y en el que el presidente no solamente es negro, sino criado por un padrastro musulmán. Esa marcha de gente vestida de blanco se realiza con todo el derecho a la libre expresión, pero las consecuencias que traiga, esa es otra historia...
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