4 mar 2014

Niños... ¡qué pereza!

Me bastaba ver a algunos niños en los restaurantes con sus papás, o haciendo berrinches en un almacén cuando no les compraban sus antojos para decir: "niños... ¡qué pereza!" Estaba convencido de que no iba a ser hombre de hijos, cuando mucho tío o padrino, pero que no iba a traer niños a este mundo a sufrir, como dicen muchos.

Hay varios conocidos míos que aseguran que jamás serán padres por razones varias, por ejemplo este columnista expone algunas contradiciendo los pobres argumentos de sus amigos que ya tienen hijos.

No voy a discutir los argumentos del escrito citado, tampoco las posiciones flacas que él derrota, simplemente, hablaré por la experiencia, que la mía, como la de todo el mundo, quizá es muy diferente.

La verdad, cada que veía un reguero en una mesa de comer o si veía que un niño se me aproximaba con sus dedos babeados ofreciéndome una galleta que él se estaba chupando me moría del asco. No sabía qué hacer con ese masato y disimulaba comerlo con una sonrisa, mientras que en una maniobra digna de un mago, tiraba la galleta lejos de su vista. Ni hablar del olor de los pañales sucios que parece penetrar las neuronas a pesar de la gripa más terrible y ni qué decir de la estridencia de un llanto persistente.

"Ni loco", pensaba mientras agradecía mi vida de soltero, y luego mi vida de pareja; pero me sentía pleno sin hijos, no me hacía falta compartir mi vida con un tercero y mucho menos compartir el amor de mi esposa con otra persona. Gozaba de una felicidad muy corriente disfrutando del tiempo libre, yendo a bares y restaurantes, preocupándome solamente por nosotros dos y las trivialidades de cualquier adulto joven. Al mirar a mis amigos con sus hijos los veía cansados y trasnochados, otras veces preocupados por una tos o una fiebre y orgullosos contando hitos en la vida de sus hijos tan intrascendentes como que por fin se viste solo o que es capaz de llevar la ropa sucia a la lavadora.

Igual que el columnista, yo hacía mis reflexiones. Viendo lo podrido que está el mundo pensaba que era un acto egoísta engendrar hijos, solamente por el "placer" de tenerlos, como jugar con muñecas de carne y hueso, o para alardear a los amigos con los éxitos de sus vástagos. Hacía cálculos descuidados de lo que podría costar la manutención de un hijo en ropa, estudio, alimentación, medicinas y juguetes; y eso lo medía en salidas a restaurante, idas a cine, cervezas o discos. Los niños siempre perdían, salían muy caros y problemáticos. A mí, a diferencia de muchos, no me daba miedo enfrentarme a la respnsabilidad de ser padre porque afortunadamente conté con una educación sólida en mi casa, no tengo trastornos de personalidad, ni vicios y estaba casado con una mujer maravillosa.

Muchos dicen que no están listos para ser padres, que están esperando el momento adecuado (el trabajo de sus sueños, la pareja perfecta, encontrarse a sí mismo). Pues la noticia es que el momento adecuado no existe, nadie puede estudiar para ser padre ni mucho menos esperar la inspiración de las musas o la iluminación del Espíritu Santo. Se es o no se es, como ser hombre o mujer, como estar vivo o muerto. El momento ideal para ser padre no existe.

Cuando por fin, luego de algunos años de matrimonio nació mi hijo, no sabía qué hacer: tenía en la casa un bebecito y una madre convaleciente de un parto. "¿Y ahora qué?"

Todo empezó a desenvolverse solo. Cuando él se despertaba en la madrugada muchas veces yo ya estaba con los oídos atentos a su llanto para alimentarlo con jeringuita o para cambiarle los pañales. Ese asco había desaparecido y había sido reemplazado por una devoción superior a cualquier otra actividad que hubiera desempeñado en la vida. Solo, aprendí a tener la firmeza del pulso para los cuidados de mi hijo y al mismo tiempo la delicadeza para tratar su cuerpo frágil e indefenso. Como le daba frío al cambiarlo desarrollé una destreza increíble para cambiarlo rápidamente y conocí el lenguaje de sus llantos y sus gestos, aprendí a interpretar un idioma que antes me molestaba, pero que ahora, me daba las energías para levantarme en medio de la oscuridad y hacer mi labor de padre, y en el día, hacer mi labor de empleado.

Seguramente he cometido errores, cuando se aprende algo sobre la marcha son ensayo y error los que nos dictan el camino, pero casi todo lo que he hecho con mi hijo ha salido bien. Esos hitos insignificantes que contaban mis amigos, ahora eran para mí motivo de la más grandiosa felicidad. Ya no me daban ganas de hacer muchas cosas de siempre para ser feliz, me bastaba con ver a mi hijo sano y tranquilo. Ya me dan ganas de esa galleta babeada.

Mejor que cualquier concierto, que cualquier
película, que cualquier deporte, es compartir
con mi hijo
Ahora él tiene cinco años. Cada vez que lo miro me lleno de felicidad de saber que existe, que es una persona con sus sueños, deseos y aspiraciones, que tiene miedos y frustraciones y que cuenta con migo para ser algún día un adulto que valga la pena el "sufrimiento de este mundo podrido". Claro que hay ocasiones en las que me hace ofuscar, cuando desobedece o hace daños, me hace pasar vergüenzas cuando se porta mal… pero esos disgustos no son nada comparados a la manera en que se ama un hijo, a esa felicidad que porduce verlo dormido, tranquilo, seguro, saludable… La satisfacción (egoísta un poco) de ver que junto con mi esposa estamos criando un buen muchacho.

Antes no quería una vida con hijos, ahora no la concibo sin ellos

Se siente bacanísimo cuando me dice "papá, te extraño", "papá, eres el cocinero más bacano del mundo", "papá, a mí también me gusta Black Sabbath y Death metal"… se siente una sensación increíblemente feliz cuando al recogerlo en la guardería corre hacia mí para saltar y darme un abrazo.

A esos amigos sin hijos les respeto su decisión, pero así como me dicen a mí cuando no recibo mariscos: "no saben lo que se están perdiendo", con la diferencia de que yo sí he probado los mariscos y me saben asqueroso de cualquier manera, pero esa es otra historia.

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