El dinero no compra la felicidad, pero con él podés comprar pizza y cerveza... y yo nunca he visto a nadie triste o llorando mientras come pizza con cerveza.Berna Soto, 7 de junio de 2015.
Pues yo sí lloré comiendo pizza con cerveza
No recuerdo bien qué año fue, pero aún no teníamos hijos y mi esposa se fue en un viaje de negocios a Colombia, Chile o Brasil; mientras yo me quedé en Montreal atendiendo varias tareas:
- Mi trabajo como camelot del periódico Metro en la estación del tren Sunnybrooke
- Mis cursos de francés en el CIMOI por la tarde
- Leonardo, el beaggle que adoptamos en la SPCA
- Los muebles que nos regaló el señor Markar
Fueron dos semanas en las que debí estar juicioso sobre todo pelando el esmalte de los muebles que un señor egipcio nos regaló para repintarlos con un color que quedara más armonioso con el apartamento, un semisótano de dos habitaciones. Como mencioné antes, debía cumplir otras labores rutinarias como la entrega de periódicos de 6:00 a.m. a 9:00 a.m., mis cursos a la una de la tarde, y cuidar al perrito a quien nombré Leonardo, en homenaje a DaVinci, uno de mis genios favoritos.
Como quedé en estado de "soltería temporal", decidí cumplir uno de mis sueños de adolescencia y alimentarme exclusivamente de pizza y cerveza, para ser infinitamente feliz.
Luego de una de mis ausencias matutinas, al llegar, no encontré al perro en la casa. Muy asustado salí a buscarlo y en mis andadas, me interceptó el conserje. "Yo tengo a su perro, estaba vagando por los edificios", lo seguí a su apartamento, ese donde el olor a cuzca se mezclaba con el de jaula de varios pericos, un perro que nunca bañaban, dos gatos y él mismo (sospecho que se daba el mismo tratamiento que a su perro). Allá estaba Leonardo amarrado con una cuerda, me explicó el conserje que el perrito se había escapado por la ventana.
Al regresar a mi morada, verifiqué que el sistema de cierre de la ventana estuviera funcionando bien y continué con el trabajo de ebanista que ocupaba muchísimas horas y producía polvo y ruido de manera infernal. Almorcé mis pedazos de pizza y me fui a estudiar francés. Al regreso el conserje me esperaba en la puerta del edificio con el perro, que nuevamente se había escapado por la misma ventana que yo verifiqué que cerrara bien. Me explicó el señor que estuvo espiando al perro: se sube en el sofá y sabe abrir la ventana él solo. Me mostró que para evitar que se escapara de nuevo la mascota había instalado -por fin- un mosquitero faltante.
Día siguiente, perro fugado y mosquitero roto. Cambié la organización de los muebles y eliminé el sofá y cualquier otro peldaño de la ventana para que Leonardo no se escapara. El perrito, con nosotros, era una santa paloma. Cuando regresé del curso de francés, uno de los sillones estaba mordido y la cortina de la sala rasgada. Regañé al perrito y me dediqué a los muebles.
Ya sin acceso a la ventana, el perro se dedicó a destruír el sillón y las cortinas, la varilla para colgarla y uno de los soportes estaban destruídos, con la cortina inutilizable. Sin forma de comunicarme con mi esposa, le conté mis angustias a un amigo que me aconsejó ponerle un bozal al perro. Eso hice.
Día siguiente. El conserje me esperaba en la puerta otra vez con la buena noticia de que el perro no se había escapado, pero que sus ahullidos eran enloquecedores y que si no remediaba el asunto, tendría que salir del animal o ellos salir de nosotros. El bozal reposaba en el piso del apartamento hecho pedazos. Me quejé con mi amigo sobre el asunto del bozal y me aconsejó que al mueble, le untara crema de maní con picante, y así el perro no volvería a morder los muebles.
Me dio mucha tristeza tener que obrar con semejante tortura contra el perrito y perder casi que medio frasco de mi picante especial en ese sillón y un sofá al que ya le había empezado a sacar pedazos. Cuando volví, había menos sillón y menos sofá, parecía que el picante estimuló al perro y se entretuvo quitándole "la carne" a los muebles y exponiendo sus esqueletos de madera.
Ventana: NO
Mosquitero: NO
Bozal: NO
Picante: NO
Se empezó a comer además un par de tapetes de los que uno usa para limpiar los zapatos y se dió cuenta por dónde es que yo salía, con mucha dificultad para que no se fuera detrás mío. Todas las mañanas y tardes eran la misma lucha para que Leonardo no se quisiera ir conmigo y la queja del conserje por los ladridos y ahullidos del perro. Una de esas tardes, la última, encontré un boquete en la pared al lado de la puerta del apartamento, hecho con el hocico, pues Leonardo ya preparaba otro plan de fuga más drástico abriendo su propia salida a través de la pared.
Al ver eso, decidí que el perrito debía ser devuelto a la SPCA. Una amiga me acompañó en esa triste diligencia. Cuando volví, me senté a comerme mis tajadas de pizza con cerveza y a llorar desconsoladamente, porque no paraba de pensar en el destino de Leonardo, un perrito que no se puede adoptar, y cuando eso pasa, bueno, esa es otra historia…